domingo, 10 de julio de 2011

“LO QUE QUEDA”


El 18 de noviembre de 1994, Itzhak Perlman, el violinista, entró al escenario para dar un concierto  en el "Avery Fisher Hall", del Lincoln  Center de la ciudad de Nueva York. Si alguna vez ustedes estuvieron en un  concierto de Perlman, ustedes sabrán que llegar al escenario no es un  pequeño logro para él. El tuvo polio cuando fue niño, tiene ambas piernas  sujetas con bragueros y camina con la ayuda de dos muletas.  
Verlo cruzar por el escenario dando un paso por vez, costosa y lentamente es una visión 
asombrosa. El camina penosa pero majestuosamente hasta que llega a su silla. Entonces se sienta  lentamente,  pone sus muletas en el suelo, afloja los sujetadores de sus piernas, toma un   pie hacia  atrás  y extiende el otro hacia adelante, entonces se inclina y  levanta el violín,  lo pone bajo su mejilla, hace una señal al director y  comienza a  tocar. 
Hasta ahora la audiencia está acostumbrada a este ritual. Ellos permanecen  sentados mientras él hace su trayecto hasta su silla. 
Permanecen reverentemente silenciosos, mientras él afloja los sujetadores de  sus piernas, Aún esperan hasta que esta listo para tocar. Pero esta vez algo anduvo mal. Justo cuando terminaba sus primeras estrofas, una de las cuerdas de su violín se rompió. Pudimos escuchar el ruido, saltó como un tiro atravesando  el salón. No había equivocación sobre lo que ese sonido significaba. 
No había tampoco dudas sobre lo que él tendría que hacer. Los que estábamos allí esa noche, pensamos: "tendrá que levantarse, ponerse los bragueros  nuevamente, levantar las muletas y arrastrarse fuera del escenario ya  sea  para encontrar otro violín, o encontrar otra cuerda para el suyo". 
Pero él no lo hizo. En su lugar, esperó un momento, cerró sus ojos  y luego hizo la señal al director de comenzar nuevamente. La orquesta  comenzó, y él  tocó desde el punto en el que se había detenido. Y tocó  con  tanta pasión,  y tanto poder, y tanta pureza, como nosotros nunca lo  habíamos escuchado  antes. Por supuesto todo el mundo sabía que es imposible interpretar un  trabajo sinfónico con solo tres cuerdas. Yo sé eso, y seguramente muchos de ustedes  sabrán eso. Pero esa noche Itzhak Perlman rehusó saberlo. 
Ustedes hubiesen podido verlo modulando, cambiando, recomponiendo la pieza en su cabeza. En un punto, eso sonó como si él estuviera sacando el  tono de  las cuerdas que se había roto y consiguiendo nuevos sonidos que ellas nunca habían hecho jamás antes. 
Cuando terminó, hubo un impresionante silencio en el sala, y  entonces  la gente se levantó y lo aclamó. Hubo un extraordinario aplauso  proveniente  de cada rincón del auditorio. Estábamos todos de pie gritando y animando,  haciendo todo lo que podíamos, para demostrar cuánto apreciábamos lo que él  acababa de hacer. 
El sonrió, se secó el sudor de sus cejas, detuvo su inclinación para aquietarnos y luego dijo, no con presunción,  sino en un tono reverente, pensativo, calmo, "Ustedes saben,... algunas  veces... la tarea del artista es descubrir cuánta música uno puede hacer con lo que aún le queda". 
Que maravillosa línea ésta. Ha permanecido en mi mente siempre desde que la escuche. Y ¿quién sabe? Tal vez es la definición de la Vida, no sólo para los artistas, sino para todos nosotros. 
Aquí hay un hombre que se ha preparado toda su vida para hacer música con un violín de cuatro  cuerdas, quien, repentinamente, en medio de un concierto, se encuentra con  solo tres cuerdas, así que realizó música  con tres cuerdas. Y la música que hizo esa noche con solo tres cuerdas, fue  más hermosa, más sagrada, y más memorable, que ninguna que haya hecho jamás,  cuando él contaba con un violín de cuatro cuerdas. 

Así que, tal vez, nuestra tarea en este mundo que vivimos, confuso, inestable y que cambia velozmente sea hacer música, al principio con todo lo  que tenemos, y luego cuando eso no es más posible, hacer música con todo lo que nos quede. 

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